Otra vez había comido demasiado. Estaba ahí tirado pansa arriba, no había llegado ni siquiera a su cama, aunque hacía mucho frío prefirió tirarse en los primeros escalones del edificio y dormir un poquito ahí mismo.
Su problema no era la noche, no era el frío no era nada de lo común, su problema era únicamente no comprender qué le pasaba. Y entonces para llenar el vacío del alma comía, comía de forma compulsatória sin ni siquiera preguntarse qué comía, cuál era el sabor, la textura. Comía pensando en Belén, esa chica de su niñez de ojos celestes y piel quemada por el sol; comía pensando en la vejez de su madre que ya no veía hacía tanto, abandonada en un geriátrico cualquiera de la capital. Comía simplemente para olvidarse aquel partido que no pudo ganarse con los los amigos, hacía ya más de quince años. Comía, en definitiva, porque todo lo que le pasaba por la cabeza eran temas de noticiero viejo, ya olvidados en algún rincón del mundo.
Comía y cuando sentía que iba a explotar, abría el cierre del jean, y entonces seguía comiendo...
Comía, y cuando otra vez sentía que iba a explotar tomaba un largo trago de agua con limón exprimido, erutaba, y seguía otra ronda más de comida. Comía de esa forma para sentir el dolor y sentirse vivo. Él decía siempre lo mismo "Me duele de tanto comer. Traéme más de eso!" Y así se pasaba el día comiendo.
Cuando llegaba la noche y que el frío ahuyentaba a la gente de las calles, él decidía que era hora de irse, se subía a su vieja bici verde, y con mucha dificultad iba pedaleando hasta su casa, a exactas 3 cuadras y medias de dónde estaba.
Él era un personaje simpático, a la gente le caía bien, y le decían el gordo. Él se lo tomaba bien, creía que era una manera cálida de llamarse entre amigos, por eso él, a todos, les decía gordo o gorda.
Una vez tuvo una novia, era una mujer muy fea y muy sola, que vivía en el edifício de en frente. Ella nunca supo que él era su novio, porque a él le daba pudor hablarle adelante de la gente, y ella nunca lo había invitado a su casa. él se pasaba por lo tanto las mañanas en el pequeño balcón de su departamento en el 6o piso de un edifício de la calle boedo, mirándola atentivamente. Ella, a esa misma hora en el balcón de su departamento en otro edifício de la misma calle, cantaba Fito Paéz mientras fumaba un cigarrillo y tendía la ropa. Todos los días era el mismo ritual, él la miraba y ella se equivocaba en las letras de las mismas canciones de siempre.
Un día él había decidido enviarle un regalo, y trató de llamarle la atención poniendo en la radio la misma canción que tanto le gustaba a la muchacha. La puso muy fuerte y salió feliz en el balcón para ver su reacción pero justo pasaron cinco colectivos seguidos, dos camiones y unas nenas de secundária que iban cantando alguna canción moderna en inglés a los gritos.
La canción se terminó y lo único que el gordo se ganó fueron unos golpes enojados del vecino de la derecha que trataba de curarse de una resaca cuando la música lo despertó.
El Gordo, era un tipo muy solo. No tenía gato o perro porque le daba alergia.
No tenía familia, y ya no veía a su madre.
Lo único que le quedaba para hacer era comer, y a cada día, ni bien despertaba, bajaba al mismo restauran, preguntaba cuál era el plato del día, y siempre empezaba por una rica milanesa con papas fritas. En seguida pedía alguna pasta con estofado, el estofado lo llevaba a algún lugar de l infancia, en la casa de su abuela que vivía en el campo. Y de plato en plato se pasaba todo el día, gastándose los pocos pesos que le quedaban comiendo todo lo que podía. Al final del día, ya al borde de un ataque caminaba lentamente afuera del restauran, agarraba su bici, se subía con mucho esfuerzo, pedaleaba 4 veces y estaba abajo de su edificio. Siempre con el mismo ritual, trataba de ver si su amada no estaría pasando por la calle justo en ese momento, pero le agarraba asco por la comida y era obligado a entrar rápidamente. Llegaba a la escalera y ahí, no se aguantaba y se caía siempre en el mismo escalón dónde terminaba decidiendo dormirse un rato. A las 4h27 de la mañana se despertaba ahí en el mismo lugar con un vaso de agua que algún vecino siempre le dejaba al lado, lo tomaba y ahí sí sacaba fuerzas para llegar a su departamento, entrar, cerrar la puerta, ir hasta su cama, y dejarse caer sin ningún tipo de resistencia. Todos los días en ese momento él pensaba que tenía que cambiar, que si siguiera así nunca pasaría en fin del año, tendría algún ataque del corazón o se caería en la escalera. Y eso sería muy triste porque todavía no se había animado a decirle a la muchacha del edificio de enfrente que la quería y preguntarle si ella no lo acompañaría en alguna tarde de sol al rosedal en Palermo.
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